La ciudad de los contrastes: Marrakech. Marruecos - Parte I

Aprovechando la semana de vacaciones de otoño y después de haber estado en verano sin mucho sol, nos apetecían vacaciones calurosas. Sin mucho presupuesto y empezando noviembre, casi la única opción que teníamos era el norte de África. Y Marruecos llevaba en nuestro punto de mira mucho tiempo.

Tras algunos contratiempos preparando el viaje (DATO IMPORTANTE SI ESTÁIS PENSANDO EN VIAJAR AL PAÍS - como comprobar la misma semana del viaje si el pasaporte tenía la validez de tres meses requerida y descubrir no sólo que no, sino que además estaba ya caducado, y correr como loca al consulado), nos plantamos en Marrakech.

En general, Marruecos me pareció un país bastante auténtico, a pesar de estar atiborrado de turistas y de tener excursiones guiadas hasta a tu hotel si querías. En Marrakech, los comerciantes te hablan en cualquier idioma, te proponen precios disparatados por todo (quizá porque mucha gente los paga sin regatear), el cuscús y el tajine saben igual en prácticamente cualquier sitio, los restaurantes comparten menús idénticos y todas las personas que se te acercan intentando vender algo te llaman siempre Fátima o Mohamed para hacer la broma; pero aun así, el zoco está lleno de marroquíes comprando también, igual que muchos de los restaurantes, los riads son tan pequeños/íntimos que pasas más tiempo hablando con los dueños o los encargados que en tu habitación a solas y dentro de la medina estás invariablemente rodeado de niños corriendo, motos que pasan a dos centímetros de ti, carros tirados por burros y mujeres haciéndose espacio en los puestos para comprar.

Detalle. Tumbas Saadíes.

Comenzamos el viaje en Marrakech. Pasamos tres días allí. 

El primero lo dedicamos a pasear por la famosa plaza Jemaa el-Fnaa, llena de encantadores de cobras, monos encadenados para fotos con los turistas, tatuadoras de henna, aguadores, vendedores, puestos de zumo de naranja y granada y restaurantes. Todos te intentan cobrar hasta por mirar, así que cuidado. 



Al suroeste de la plaza se encuentra una de las mezquitas más representativas del país: Koutoubia. No está permitida la entrada a no musulmanes, pero incluso desde el exterior se puede apreciar la impresionante construcción del siglo XII. Según lo que nos contaron, sirvió de modelo para la Giralda de Sevilla. 



También a la plaza da el zoco, un hervidero de gente regateando al que se le podría dedicar un post entero. Los comerciantes están divididos por gremios, lo que da un mínimo orden a lo que es si no un laberinto de calles sin salida (en el que nos perdimos, por supuesto), ruido, movimiento y, como siempre, motos, burros y niños. Nos advirtieron en el riad, de forma orientativa, que deberíamos pagar un cuarto del precio que nos pidieran por cualquier artículo del zoco, pero os aviso que en muchas ocasiones es incluso menos. Dependiendo de en qué puesto preguntes, el mismo artículo te puede subir al doble del precio sin siquiera empezar a regatear.


El zoco puede llegar a ser un poco agobiante, sobre todo si se intenta ser educado con todo el mundo. Después de un rato, te cansas de pedir perdón a comerciantes por no comprarles nada y los ignoras, pero es entonces cuando empiezas a disfrutarlo más todo. Teniendo cuidado con los carteristas y con los guías falsos (sobre todo con los niños 😓), el zoco es un lugar en el que os recomiendo perderos, olvidaros del reloj y disfrutar, porque es uno de los sitios en los que más sientes el cambio cultural y el olor y los colores de Marruecos.




Después de unas horas por la plaza y el zoco, cuando conseguimos encontrarnos en el mapa e ir a comer (cuscús y tajine 😅), nos fuimos a las Tumbas Saadíes, al lado de la preciosa mezquita de la Kasbah. Construídas a finales del siglo XIV para la dinastía saadí, fueron escondidas tras un gran muro bajo el mandato del sultán alauita Moulay Ismail, que mandó destruir todas las edificaciones saadíes tras su caída, pero no se atrevió a derrumbar sus tumbas. Por ello, no fueron descubiertas hasta principios del siglo pasado, cuando se restauraron y abrieron al público. 

Se trata de unos jardines pequeños con dos mausoleos: el de Lalla Messaouda, construído por Ahmad al-Mansur para sus padres, y el más impresionante de los dos, formado por tres salas comunicadas entre sí que alojan las tumbas de la familia real, donde está la Sala de las Doce Columnas. Allí está enterrado Ahmad al-Mansur con sus descendientes. Para verlo, nos asomamos por una estrecha puerta donde nos aglomeramos todos los turistas. El recinto es impresionante, plagado de detalles, ornamentos y las famosas columnas que te dejan sin saber a dónde mirar. En  los jardines hay unas cien tumbas más con los restos de soldados y sirvientes.




La entrada a las tumbas, como a muchos monumentos de la ciudad, es de 10 dirhams, algo menos de un euro (los precios en Marruecos, entradas, comida, hoteles..., no están nada mal 😁).

De ahí nos fuimos al famoso barrio judío, la Mellah, anduvimos por sus calles y visitamos su curioso cementerio blanco y una de las sinagogas. El barrio está pegado al palacio real, que no se puede visitar, y rodeado de muros que lo separan del resto de la medina. Aunque apenas quedan judíos en Marrakech, la Mellah conserva su estética, un par de sinagogas y su mercado, y parece detenida en el tiempo. 


El segundo día nos fuimos a visitar el Palacio de la Bahia, de los 10 dirhams mejor gastados del viaje. 





Construido a finales del siglo XIX  por el visir Ahmed ben Moussa, se construyó con la intención expresa de ser el palacio más impresionante del mundo. Está formado por el palacio en sí, jardines, patios, habitaciones y salones que, aunque completamente vacíos, destacan por su detallada decoración de suelos, paredes y techos.



De ahí, seguimos con la ruta de palacios con el Palacio El Badi, una impresionante construcción saadí del siglo XVI ahora en ruinas por el desmantelamiento del sultán Moulay Ismail, que utilizó sus materiales para erigir la ciudad de Meknes, nueva capital del imperio para los alauitas (¿os acordáis de lo que pasó con las Tumbas Saadíes?). De lo que fue un majestuoso complejo de más de 300 habitaciones, decorado con los mejores materiales de la época y considerado una de las maravillas del mundo árabe, no queda mucho, pero sigue siendo imponente. Las vistas desde la terraza a su patio central y a todo Marrakech, los restos de algunas de las habitaciones y el paseo por los sótanos te sumergen en el antiguo esplendor de esta joya marroquí.




Antes de que anocheciera, aprovechamos para explorar otras partes del zoco y para comer algo. Volvimos a la plaza Jemaa el-Fnaa, que por la noche parece un sitio diferente. Los animales y los comerciantes diurnos desaparecen para dejar espacio a la música, los bailarines, contadores de historias y puestos con comida, otra vez con una interesante mezcla de turistas y autóctonos. Mucho ruido, mucha luz y mucho ambiente, precioso.




Nuestro último día en Marrakech lo comenzamos en el Hammam, con Leila, la anfitriona de nuestro riad. Nos llevó a uno típico marroquí y nos cobró mucho más de lo que valía, pero no nos mintió: éramos los únicos turistas ahí dentro. Chicos y chicas separados y sólo vestidos con calzoncillos o bragas (bañador y parte de abajo del bikini nosotros para que se notara que no éramos de allí). En el vestuario mujeres ancianas cocinaban pan. Nos desnudamos y entramos al hammam, dividido en tres salas, cada una más caliente que la anterior. Me senté en el suelo y Leila se dedicó a lavarme como si fuera una niña. Primero con agua, después con jabón negro (lo compran en el zoco, una especie de pasta suave y olorosa) y un guante para exfoliar y por último un masaje de arcilla de cuerpo completo y agua otra vez.

Puede que fuera mi experiencia más marroquí de todo el viaje. No tanto por el hecho de estar en un hammam tradicional, que también, sino por haber estado rodeada de mujeres medio desnudas que cambiaban de una conversación a otra a gritos, entre indignación y risas. Leila me iba traduciendo al francés para que me enterara, y otra de las mujeres, que también hablaba francés, intervenía. Los temas de conversación fueron desde cómo las jóvenes marroquíes se tapaban aún menos que las turistas, la homosexualidad y su incredulidad/indignación porque fuera legal en europa ("he oído que hasta se pueden casar, ¿verdad?", me preguntó la mujer), a lo que compraban en el zoco o su día a día. Me trataron con muchísimo respeto, pero creo que me veían como a una guiri un poco loca con los valores medio revueltos, y eso que se pensaban que viajaba con mi marido, no con mi novio. No las corregí.

Salí de allí después de una hora, pero Leila estuvo toda la mañana. Es su baño, pero también su tiempo de cotilleos. Nos encantó la experiencia, a pesar del precio.

Aprovechamos nuestro último día en la ciudad para salir de la medina e ir a los Jardines Majorelle. Son un pequeño jardín botánico, la colección privada del pintor francés Jacques Majorelle, con un museo bereber al que no entramos (habíamos decidido no visitar museos en este viaje y aprovechar el máximo posible al aire libre). Es un sitio bonito y apacible, en lo que llaman "la nueva Marrakech", más rica y con hoteles lujosos en vez de riads, más moderna. Aun así, el precio de 70 dirhams no me pareció justificado, sobre todo comparando con las maravillas que habíamos visto por 10. Hay que coger un taxi para ir, ya que está un poco alejado del centro.


Volvimos a la medina, paseamos por las calles que rodean al Palacio Real, y nos fuimos a la Medersa Ben Youssef, finalizada en el siglo XVI tras numerosas restauraciones. Se trata de un antiguo centro de estudios coránicos, el más grande del país, que alojaba a casi mil estudiantes en sencillas habitaciones. La austeridad de los dormitorios contrasta con la rica y maravillosa decoración de su patio central. Este patio fue, para mí, una de las mejores partes de Marrakech. Nos impresionó tanto que nos sentamos un buen rato simplemente a mirarlo cuando terminamos la visita.







Saliendo de allí, dimos una vuelta por los zocos que rodean a la mezquita y a la medersa. Llegamos al famoso zoco de  los tintoreros, con telas y lana colgando por las calles laberínticas. Los colores son impresionantes, pero atención que todo destiñe, aunque te juren y perjuren que no. Yo me lo creí y descubrí la verdad un par de días más tarde en una chaqueta blanca. 


Terminamos el día de nuevo en Jemaa el-Fnaa, hipnotizados por su música y su vida.

Habéis notado ya que se me ha ido el post de las manos 😅, os dejo la segunda parte del viaje, hacia la frontera con Argelia, buscando el desierto, para la próxima vez.

Pecas

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